martes, 20 de julio de 2021

Meet cute: amor en tiempos de pandemia (una historieta Harlequín... sin receta)

Durante la pandemia se me han ocurrido muchas cosas para publicar posts agudos y ocurrentes sobre la hecatombe colectiva que estamos viviendo. Todas esas ideas quedaron enterradas por una avalancha de trabajo, y tuve que resignarme a que otra vez iba a pasar un año sin escribir nada que no fueran respuestas a los cientos de correos electrónicos de estudiantes ansiosos que inundaban mi buzón. Pero esta semana, durante una de las raras cenas tranquilas en las que Monsieur M. y yo podemos hablarnos frente a frente sentados a la mesa de un modesto restaurante, él me dijo, con su habitual e irritante zenitud y estilo directo: «Si quieres escribir, escribe. Lo que sea. Si sigues sin escribir y esperas a tener tiempo, no solo no lo harás jamás, sino que te vas a oxidar tanto que cuando quieras retomarlo, te vas a desanimar». 

Ante mi respuesta de que ahora durante las vacaciones tengo tiempo pero no parezco tener nada interesante que contar (este año de rutina extrema de dar clases a distancia, sacar al perro y poner lavadoras no parece ser muy propicio para la inventiva), y su respuesta despiadada de que eso no ha parecido frenarme nunca en el pasado (auch), le digo medio en broma que podría lanzarme a la novela Harlequín. «Por qué no», dice él, imperturbable. Así que heme aquí, intentando desincrustarme la roña de los engranajes narrativos, y regalándoos esta me temo que muy mediocre historieta Harlequín  con cero pretensiones literarias que se lee bien en la playa. Porque si no se puede ser Almudena Grandes, al menos una intentará ser Corín Tellado :-). A mí escribirla me ha proporcionado un rato agradable de vacaciones mentales, y me ha permitido reanudar el contacto con mi lengua materna, que a veces queda un poco enterrada por el inglés y el francés en el que vivo. Lo que me dio la idea para escribir esta historieta es la idea de la proximidad física con desconocidos, algo a lo que esta pandemia nos ha deshabituado y que se ha convertido en una especie de fantasma incluso para alguien como yo, que no soy particularmente tocona y corpórea. Espero que la disfrutéis. 

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MEET CUTE (AMOR EN TIEMPOS DE PANDEMIA)  

El atrio del Hospital General Judío de Montreal, una inmensa sala sin columnas que lleva a la entrada principal, está lleno a rebosar, como si la pandemia no existiera. La alarma de incendios resuena mientras la aglomeración compuesta de una mezcla de personal sanitario en uniforme, pacientes, gente que trabaja en la administración y guardias de seguridad desfilan de manera relativamente ordenada (tan canadiense, esto) hacia las puertas principales. Los guardias de seguridad elevan la voz para dar instrucciones de vez en cuando, pero mantienen un tono tranquilo. La gente se mira con curiosidad, como preguntándose en silencio si esto no es un inoportuno simulacro de evacuación del hospital. Aunque ya no es obligatoria, muchos se han puesto la mascarilla al encontrarse súbitamente hombro con hombro con una multitud de personas, algo a la que ya nadie está acostumbrado tras casi un año y medio de distanciación física obligatoria. Es justamente esta proximidad con todos estos cuerpos de desconocidos la que hace emanar del gentío una extraña sensación, mezcla de júbilo y de precaución. Es probablemente también la razón por la que la gente no parece tener prisa ni se precipita hacia las puertas, sino que se mueven de manera acompasada, arrastrando un poco los pies. 

Ana, que ha venido con sus colegas de la universidad para asistir a una formación sobre las medidas sanitarias que habrá que respetar a la vuelta a las clases en presencial, se ha separado de sus compañeros profesores porque cuando la alarma ha empezado a sonar a ella la ha sorprendido de camino al cuarto de baño, no tanto por necesidad como por darse diez minutos de descanso de la formación. Necesitaba una pausa de escuchar cuál es el protocolo de lavado de manos correcto mientras sus compañeros tomaban nota aplicadamente en sus cuadernos. Si Ana escucha una vez más lo importante de un lavado de manos exhaustivo, es muy probable que se prenda fuego al pelo gritando obscenidades. Así que se impone una expedición al cuarto de baño con parada ante la máquina de café pútrido del hospital. 

Ana es una mujer morena de cuarenta y nueve años, no es bajita pero tampoco se la puede calificar de alta, su constitución tira a delgada pero su amor por la cocina y la buena comida se ha establecido con rotundidad en sus caderas y en su trasero. Tiene un culo redondo, poco pecho, el paso más bien atlético de las personas bastante activas físicamente, unos inmensos ojos grises rodeados de unas arrugas que prueban que sonríe a menudo, y que sonríe con ganas. Los labios sorprendentemente carnosos suelen adoptar por defecto una sonrisa torcida que anuncia un buen sentido del humor. Ana no es una mujer fea, pero tampoco es una de esas bellezas que cortan la respiración. Probablemente lo más atractivo en ella sea ese aire de confianza en sí misma que suelen tener algunas personas que han sobrepasado los 40 y comienzan a conocerse relativamente bien y han hecho las paces con quiénes son, y a las que les importa una mierda lo que los demás piensan de ellas. Eso, o su culo redondo. Vete a saber. Ana ha pasado hace ya casi una década a ese limbo de invisibilidad en el que entran todas las mujeres a los cuarenta. No piensa mucho en su belleza porque hace ya mucho que nadie la nota ni le habla de ella: sí, su marido le hace el comentario ocasional que se espera de él cuando se arregla un poco más de lo habitual para salir a cenar, pero esos comentarios son hechos con más cortesía que deseo. Ana mentiría si dijera que no echa un poco de menos la época en la que las miradas de los hombres se posaban sobre ella en el metro, pero al mismo tiempo esta nueva invisibilidad le produce un alivio considerable, y el anonimato que procura le encanta. Ella lleva tiempo invirtiendo en otros aspectos de su persona más durables que la piel lisa o unos muslos bien firmes, y vive la transición a la «edad madura» de manera  bastante asumida. Luce dos mechones blancos en las sienes con orgullo, y le muestra el dedo medio a cualquiera que le diga que no teñirse el pelo a su edad es «de dejadas».

Hoy lleva unos simples vaqueros de tono oscuro, una camiseta negra de manga corta cubierta por una cazadora de cuero estilo motero, unas zapatillas de deporte y una pequeña mochila negra. Es de esas mujeres que se visten joven sin hacer esfuerzos por parecer joven, sino porque es como se ha vestido siempre. No lleva puesta mascarilla, la ha metido en la mochila para poder tomarse el café y no ha vuelto a pensar en ella.

El caso es que Ana escucha la alarma y piensa que la ha salvado del peor café de toda la provincia de Quebec y de cuarenta y cinco interminables minutos más de descripción de normas de higiene de base. Gira sobre sí misma (conoce bien el hospital, ha sido paciente en él) y se dirige hacia el atrio, incorporándose a la corriente de personas que salen de oficinas y salas de espera. Ana no siente especial inquietud, está acostumbrada a los ejercicios de evacuación de incendios de la universidad. 

Antes de llegar a la gran sala que es el atrio, y como el ritmo de marcha se ha ralentizado hasta casi pararse debido a todos los afluentes de personas que salen de los pasillos secundarios para dirigirse al principal donde se encuentra ella, se pone a observar a la gente a su alrededor. Siempre le ha gustado mirar a la gente en sitios públicos, y ese tic se ha agudizado desde que la mascarilla dejó de ser obligatoria y de nuevo es posible ver las caras de la gente que la rodea. Los que están absortos en sus propios pensamientos y bajan la guardia, dejando que su expresión facial refleje lo que están pensando. Los grupos que conversan. A su derecha hay un grupo de cinco personas, tres mujeres y dos hombres, que por el uniforme de pantalón y blusa de manga corta azul parecen enfermeros. Están hablando animadamente y con un buen humor evidente. «Quizá ellos también estaban padeciendo una formación», piensa Ana. El pensamiento la hace sonreír elevando la comisura derecha de la boca, y uno de los hombres del grupo, que se encuentra junto a ella a su derecha, sorprende su sonrisa y le lanza una sonrisa furtiva en respuesta, tan rápida que casi parece haberla imaginado. A la derecha del hombre una de sus colegas bromea con una voz clara y fuerte (una de esas voces recias de enfermera que está acostumbrada a preguntar a la gente mayor «qué tal vamos hoy» y si «hay ganas de desayunar un poquito»): -«Si un paciente me dice que no le gusta Harry Potter, se acabó. No merece sobrevivir». Ana reacciona sin pensar y como está pegada al grupo replica de manera instantánea: -«Totalmente de acuerdo. Y tiene que haber llorado la muerte de Dobby, o no tiene entrañas dignas de ese nombre». El hombre joven que le ha sonreído y se encuentra ahora pegado a su lado derecho la mira con sorpresa y le dedica una sonrisa radiante. Ana se queda mirando la sonrisa un poco deslumbrada pero la respuesta de la enfermera rubia con la voz fuerte atrae su atención: -«¡Ahí estamos de acuerdo! ¡Usted sí que sabe!». -«Me alegro de saber que esperará un poco antes de darme una sedación letal», responde Ana con rapidez, arrepintiéndose un poco en el último minuto porque tiene sobrada experiencia con personas que no siempre entienden su humor negro. La enfermera rubia lanza una carcajada franca y el hombre a su lado emite una risa suave. 

Mientras avanzan a paso de tortuga le dirige una mirada furtiva. «Siempre es bueno saber que el público apoya los estándares sanitarios de mi colega», dice sonriente y con una voz grave y agradable, dirigiéndose a Ana. Ella sonríe de vuelta: -«Parece de muy buen humor, probablemente la alarma la ha salvado de un paciente desagradable». -«¿Y tú, qué haces aquí?», lanza el hombre. El tuteo repentino la sorprende. En Quebec el tuteo entre desconocidos no es tan frecuente como en España, salvo quizás entre la gente muy joven. Él es joven, ella calcula que en los treinta, tiene un aspecto como de gitano, moreno con el pelo muy negro y excepcionalmente brillante peinado hacia atrás de una manera que resulta un poco retro para alguien tan joven y con un mechón indisciplinado que cae delante de un ojo, la tez ligeramente tostada, los ojos de un verde fulgurante, la nariz aquilina y una barba muy recortada que no intenta ocultar un mentón huidizo, sino que pone de relieve el ángulo de una mandíbula fuerte y deja ver una barbilla con la sombra de un hoyuelo. Tiene un aspecto como de un Django Reinhardt más guapo (tiene facciones más equilibradas, más simétricas), o de un joven Johnny Depp. A pesar del uniforme azul y del estetoscopio que le cuelga del cuello, no tiene aspecto de enfermero, sino de alguien que debería estar rasgando las cuerdas de una guitarra en un antro de jazz, con un pitillo colgando de los labios.  Su francés es definitivamente quebequés, así que está segura de que ha nacido aquí, debe ser hijo o nieto de inmigrantes. 

La pregunta la pilla por sorpresa y examina su cara. Le gusta lo que ve y aparta un poco la mirada: -«He venido por una formación, pero ya una vez aquí estaba considerando morirme». Él se ríe de nuevo. Su risa es musical y anima toda su cara. Definitivamente es una cara muy agradable de ver. -«¿Y tú?», dispara ella, tuteándole también. A él parece sorprenderle agradablemente lo directa que es. Ana ha pasado su vida profesional en anfiteatros delante de estudiantes que muestran grados diferentes de entusiasmo por escucharla, y se dirige a la gente con una facilidad que dan años de experiencia de intentar captar la atención y establecer lazos con un auditorio de desconocidos. -«Oh, yo no soy más que la mujer de la limpieza», dice él, con sonrisa traviesa. -«Ya», responde ella, socarrona, lanzando una ojeada abierta a su estetoscopio. -«Bueno, la verdad es que limpiar es una buena parte de mi trabajo», ríe él. -«Tú no pareces pertenecer a la fauna del hospital», sigue, mirándola sin ninguna vergüenza. -«Profesora en la universidad vecina, en formación sobre las normas sanitarias para la vuelta a las clases», dice ella con una mueca. La mirada atenta de él sigue clavada en su cara y se desliza por sus rasgos: de los ojos a la boca, se detiene un buen momento en la boca y vuelve a los ojos, su cuello. Azorada y un poco picada, ella sigue hablando porque no está acostumbrada a que un desconocido le haga sentir incómoda, y menos aún un desconocido más joven que ella: -«Espero que no hayas sido alumno en uno de mis cursos, en cuyo caso me disculpo de antemano por todo el sufrimiento que te haya infligido», dice con tono de disculpa burlón, y su mejor aire de profesora. -«No, imposible», dice él, sin dejar de mirarla directamente a los ojos. -«Me acordaría». No dice nada más y ella enrojece hasta la raíz del pelo. Él ríe, y en medio de todo el ruido murmura algo entre dientes que ella cree entender, algo como «no sabía que hubiera gente que aún se ruborizaba».     

Un movimiento súbito de la multitud les empuja uno contra el otro. Ella se disculpa rápidamente y él la mira divertido aplastada contra su pecho. -«No te preocupes. Estoy totalmente vacunado. Imagino que tú también, como la mayoría de los profes». Ella asiente, momentáneamente incapaz de hablar.  Él es más alto, la sobrepasa de una cabeza, y tan cerca a ella no se le escapa que tiene hombros anchos y un torso musculoso. No se le escapa porque la blusa azul que lleva él es muy fina, tiene un cuello en uve que deja ver el fino vello moreno que cubre el principio de los pectorales y el hecho de que no lleva nada debajo. Los bíceps sobresalen de las mangas del uniforme, llenándolas. «Por supuesto que estar cachas es útil para levantar a los pacientes», piensa ella, con una risita interior, y de pronto empieza a sentirse bastante acalorada, probablemente por el tropel de gente que la rodea. Se oye gritar brevemente una indicación a un guardia de seguridad y la muchedumbre hace otro movimiento brusco de oleada. La evacuación tranquila y ordenada parece un poco menos ordenada ahora y ella se sobresalta. Viendo su cambio de expresión, él se pone serio también y le dice: -«No te preocupes, solo están dirigiendo el tráfico. Vamos a salir de aquí, estamos demasiado apiñados». Y tras decir esto le agarra una mano (Ana tiene los brazos doblados delante del pecho intentando inútilmente utilizarlos para interponer una distancia aceptable entre ella y él) y la lleva lentamente hacia la pared más cercana del gran atrio circular. Aún están rodeados estrechamente de gente, pero los movimientos aquí son menos bruscos. 

-«Ya. Podemos esperar un poco aquí, de todas maneras estoy casi seguro de que es un simulacro. Siempre eligen los peores días para hacerlos», le dice, bajando la cabeza para que ella le oiga en medio de todo el jaleo. Ana ha levantado la suya al mismo tiempo y recibe su aliento en la cara. Su aliento es caliente y huele a algo dulce. Ana se queda paralizada mirándolo y se da cuenta de lo alarmantemente consciente que es de su proximidad. Él no hace ningún intento de alejar su cara de la de ella, y ella se da cuenta vagamente de que no le ha soltado la mano con la que le ha guiado hasta aquí. Con la otra mano, él toca delicadamente la barbilla de ella con el índice y le levanta suavemente el rostro. Durante lo que parecen horas, días, un tiempo interminable, se miran a los ojos. Ella al principio le devuelve la mirada con desafío, con una voluntad firme de no dejarse apabullar por un chaval como una colegiala. A él parece gustarle ese desafío, y lentamente sus labios se abren en una sonrisa. La sonrisa es extrañamente dulce para la situación, para una mujer desconocida. Ella olvida su desafío, olvida la alarma de incendios, olvida la multitud en el atrio del hospital, olvida la distanciación, la pandemia y a sus colegas de trabajo, que quizás estén preguntándose dónde está. Olvida a su marido y la diferencia de edad que tiene con este chico y olvida la existencia del tiempo. Olvida todo eso, de hecho, lo aparta de su mente diciéndose que todo eso importa una mierda ahora mismo, porque ahora mismo está pasando algo que no entiende muy bien, y que no se está imaginando. Y se pierde en sus ojos. Él baja aún más la cabeza, muy lentamente, manteniendo la mirada de ella todo el tiempo como haciéndole una pregunta y dejándole tiempo para negarse, y deposita un beso en sus labios. Un beso muy leve, ligero como una pluma. Tentativo. Aleja su cara de la de ella con una interrogación en los ojos y todas las muchedumbres enloquecidas del planeta no podrían romper esa mirada que los une ahora mismo. 

Ana es una mujer racional, cartesiana, lógica hasta la extenuación. También es leal y entregada por completo. Pero al mismo tiempo es impulsiva, lo es a los cuarenta y nueve tanto como lo era a los veinte, y tiene plena consciencia de que la vida se termina siempre demasiado rápido, y que arrepentirse de los besos que se han dado siempre es mejor que lamentar los que no se dieron. Y de todas maneras, el arrepentimiento no forma parte de su gama habitual de emociones. Así que esta vez abre la mano que él retiene aún dentro de la suya y la apoya abierta en su pecho. Él respira tan rápido como ella, y parece experimentar un momento fugaz de incertitud. Ella se pone de puntillas y lo besa. Y esta vez ese beso lo devora todo. El mundo a su alrededor parece orbitar a toda velocidad y ser tragado por ese vórtice que es ese beso. Él toma una bocanada de aire que suena bastante como un jadeo y presiona aún más sus labios contra los de ella, al mismo tiempo que enlaza su cintura con un brazo fuerte y la atrae hacia su cuerpo, mientras que con la otra mano le sostiene la nuca. El dedo meñique se pierde brevemente en el nacimiento de su pelo y lo acaricia. Un empujón de un grupo de secretarias ayuda la maniobra y ella se encuentra pegada a él  de todas las maneras posibles. Ella abre los labios y sus lenguas se tocan, se tantean, se saborean, se funden. El último retazo de pensamiento racional que le queda a Ana lo dedica a pensar en lo bien que besa este desconocido con aspecto de gitano. Él parece pensar lo mismo, más que nada porque la tela de los pantalones del uniforme que lleva es muy fina y deja sentir claramente lo excitado que está. La mano de él se desliza por su espalda, y su dedo pulgar roza el nacimiento de su pecho, sin llegar a tocarlo. El rastro que deja quema como si fuera ácido. Las manos de Ana se enlazan tras el cuello de él. Se besan con la avidez de los que se besan por primera vez, y con la extraña familiaridad de los amantes que se conocen desde hace mucho tiempo. Sus bocas encajan perfectamente, sus lenguas parecen conocerse, sus cuerpos se saludan con la felicidad de los que se han esperado largos años. Un par de personas que están junto a ellos los miran, sorprendidos, y uno de ellos emite una risilla. Un mensaje de megafonía avisa al público presente que ha sido una falsa alarma, y que todo el mundo puede volver con calma a su puesto.

Ellos no lo oyen, perdidos en ese beso de bienvenida, de despedida de andén de tren o de llegadas internacionales de aeropuerto. La multitud en torno a ellos va dándose gradualmente la vuelta, mientras su beso continúa en medio de la marea humana. Finalmente, con un suspiro, sus bocas se separan. Los dos se miran, asombrados. Se separan lentamente. Primero el torso, después las caderas, cuando cada uno da un paso atrás. Finalmente, ella deja caer la mano que aún acariciaba su antebrazo, él mira la mano y la alianza que lleva en ella. No dicen nada. Ella se pasa la mano por el pelo, anonadada, y él la observa expectante. Ana hace un movimiento con la mano, algo entre una despedida y una advertencia, se gira y se va a toda prisa hacia la puerta, una ruta ahora dificultada por toda la gente que camina en sentido opuesto. 

Esa noche, cuando Ana vuelve a casa, su marido la encuentra ausente y silenciosa, y atribuye su mutismo al cansancio. Ana parece aturdida y su estado no cambia durante semanas. En su memoria el beso se repite una y otra vez, es lo último en lo que piensa antes de dormir y lo primero al despertarse. Cinco semanas exactas después del beso con un desconocido, Ana vuelve al hospital por un chequeo de rutina. La noche anterior apenas ha dormido, y esa mañana se ha arreglado con un cuidado especial. Sabe que el hospital es enorme y que encontrarse con el enfermero desconocido del que ni siquiera sabe el nombre es sumamente improbable, y eso suponiendo que no esté de vacaciones. Pero aun así, va al hospital con el corazón en un puño, y cree verlo un par de veces. Cada vez el enfermero se gira para revelar que es otro, sin barba ni aspecto de gitano, y cada vez la decepción es mayor. 

El verano pasa lento, pesado y húmedo, y llegan septiembre y la vuelta a las clases. La rutina diaria impone su dictadura y el beso del hospital comienza a ser algo lejano, comienza a tener la pátina brumosa de algo que Ana ha soñado. El primer día de su segundo curso, Ana está subida a la tarima del profesor mirando la lista de la clase después de haber dado la presentación de su curso, mientras los estudiantes van saliendo de la sala. Cuando levanta finalmente la vista, ve desde la parte superior de sus gafas de leer que queda un estudiante al fondo de la sala. Ana se quita las gafas y comienza a decir al estudiante que si quiere hablar de algo en particular con ella, aún le quedan diez minutos disponibles antes de su próximo curso. El estudiante se acerca lentamente al estrado mientras habla, y entonces lo reconoce: reconoce los ojos verdes, el pelo negro y brillante, la barba, la tez de gitano. El estómago de Ana parece volverse del revés como un calcetín. Ella no termina su última frase, lo mira boquiabierta mientras él le devuelve la mirada con la misma intensidad, y solo se le ocurre decirle: -«No puedes estar aquí. No puedes ser mi alumno, tendrás que cambiar de grupo. La ética no me lo permite. No quiero tener este tipo de conflicto». Para inmediatamente después barbotar: -«¿Cómo demonios me has encontrado?».

-«Tu acento. Y buenos días a ti también», dice él, sonriendo ahora abiertamente. 

-«Pero en esta universidad hay centenares de profesores de origen extranjero. Y ni siquiera sabes mi nombre.», farfulla ella. 

-«La navaja de Ockham», replica él, encogiéndose de hombros. «La respuesta más probable suele ser la más simple. Empecé por el sitio web de la escuela de lenguas, y afortunadamente había fotos de todos los profesores». Interpreta mal la expresión de asombro de ella: -«No te preocupes, no soy un chalado acosador. Solo quería volver a verte. No te voy a molestar, pienso anular la matrícula. La verdad es que no tengo tiempo de tomar cursos de idiomas», dice, riendo. 

Ana no sabe si sentirse halagada, preocupada, feliz, o furiosa. Al final termina por invadirla una oleada de todas estas emociones al mismo tiempo. Una indignación súbita parece ganar terreno y comienza a subir por su garganta como la espuma en un cazo de leche hirviendo. -«Mira, no sé qué vienes a hacer aquí, pero sé perfectamente el aspecto que tengo. El aspecto de una señora de mi edad. De una señora de mediana edad. Tengo patas de gallo, celulitis abundante y varices. Y es mucho más probable que me opere antes de hemorroides que de ninguna de estas otras cosas. No me engaño ni engaño a nadie: sé que no parezco ni más joven ni soy particularmente sexy para una mujer de mi edad. Tengo probablemente diecinueve años más que tú. No sé qué demonios quieres». Mientras habla, recoge su portátil y sus libros, lo mete todo en la mochila con un movimiento brusco y se dirige hacia la puerta. Él se adelanta y se para en el umbral, sin bloquear totalmente el paso. Su actitud deja claro que si ella quiere salir, puede salir y él no hará nada por impedírselo. De alguna manera perversa esta actitud parece ponerla de peor humor.

-«No tengo ninguna mala intención, puedes creerme. No he hecho ninguna apuesta con mis amigos. Esto no es un reto, ni un pasatiempo. Simplemente tuvimos un encuentro… particular, y a pesar de lo que puedas pensar, yo no voy por ahí besando a desconocidas...», hace una pausa, como pensándolo mejor: -«Bueno, lo he hecho una vez, pero estaba muy borracho, en una fiesta y tenía veinte años». Ella resopla e intenta avanzar hacia la puerta, pero para en seco cuando él continúa: -«Lo que nos pasó fue… no sé, tuvimos un momento de… contacto muy… curioso. Y quería saber por qué». 

-«¿Quieres saber por qué?», le espeta Ana. -«Deberías saberlo, tú has estudiado enfermería. Feromonas. Feromonas y mucho tiempo de distanciación física con otros seres humanos, lo cual nos ha dejado a todos ávidos de contacto físico. Eso es todo». Ana obvia lo más evidente, que sería decirle que tiene pareja, que vive desde hace más de veinte años con un hombre. No sabe por qué. En parte es porque nunca ha creído necesario manifestarse como propiedad de un macho de la especie para impedir los avances no deseados de los demás machos, pero sospecha que ahora mismo su feminismo no es la razón por la que se calla. De hecho, ahora mismo Ana no sabe qué demonios quiere. No sabe si está increíblemente feliz o angustiada de verle. No sabe si quiere irse de esa aula o quedarse. 

-«Romántica, además de guapa. Guau», dice él, con una sonrisa torcida que se parece extrañamente a la de ella. Levanta las manos, con un gesto apaciguador: «Mira, no quiero más que tomar un café contigo y conocerte mejor.»

Ella lo mira especulativamente y le contesta: -«¿Sabes que cuando nos conozcamos mejor todo esto va a perder justamente la parte de magia que tiene el beso a una desconocida, la proximidad con una extraña… entonces te darás cuenta de que soy una mujer que se acuesta a las diez de la noche, que hace los crucigramas de La Presse con sus gafas para la presbicia, y conoce nombres de actores y actrices de películas en blanco y negro». Se mantiene firme delante de la puerta, con expresión severa. 

-«Realmente eres dura de pelar, ¿eh?», pregunta él, divertido y a la vez un poco desanimado. 

-«No has visto nada. Mira, ¿por qué no sales con chicas de tu edad? Tienen la piel firme y están en TikTok, o en Snapchat, o donde sea que están ahora las chicas». 

-«La verdad es que estoy cansado de la gente de mi edad. La gente de mi edad se conoce por aplicaciones de contactos y se consume como si fueran patatas fritas. Mientras estás con una persona sientes que esa persona está pensando que sí, que le gustas, pero que probablemente hay algo mejor en alguna otra parte. Es bastante deshumanizador y más bien triste».

-«Me matas de pena. La tragedia Millennial», la voz de Ana rezuma sarcasmo. -«Lo que realmente encuentras emocionante e interesante no soy yo, es que yo represento una forma de exotismo para ti. Y lo que te hace sentir que compartimos algo especial es ese momento de contacto físico que tuvimos, dos desconocidos. Un momento de extrema cercanía con una persona que dos minutos antes estaba lejos. Eso va a desaparecer en cuanto empecemos a hablar. Créeme», continúa con tono persuasivo. 

-«Bueno, saber que haces los crucigramas de La Presse sí que me ha dado un poco de bajona, la verdad», responde él, sonriendo. Ella emite como respuesta un sonido entre un resoplido y un gruñido. -«Mira, tengo treinta y un años, estoy crecidito. El que me trates con condescendencia es tan molesto como si yo te tratara a ti como a un animal de feria por nuestra diferencia de edad. Quiero conocerte. ¿Puedo conocerte?», su rostro se ha puesto serio.

Ana gruñe de nuevo. -«Un café. Y terminamos la conversación antes de que todo empiece a ponerse patético». 

Él se precipita para sujetarle la puerta, con una sonrisa radiante. Los dos salen del aula, el pasillo está casi vacío, él hace preguntas y escucha la respuesta atento mientras mira cómo se anima la cara de ella al responderle. El eco de sus pasos se mezcla con el de sus voces. 

  



sábado, 6 de abril de 2019

Ay, doctor

-"Estoy cansada. Anormalmente cansada", dice la bloguera, sentada ante el doctor Pham, su médico de cabecera, un paciente señor vietnamita de edad indeterminada (entre los cuarenta y muchos y los 60, calcula ella, pero vaya usted a saber).

-"¿Desde cuándo se siente usted "anormalmente cansada"?" , pregunta el doctor Pham, con expresión llena de interés. 

-"Hum, desde el 2011", responde la bloguera, haciendo un cálculo rápido. El amable doctor deja traslucir un ligero gesto de incredulidad. 

-"¿Desde...hem, el 2011, dice? ¿Pasó algo en particular ese año?"

-"A ver, que le cuente... en el 2010 acabé de escribir una tesina que finalmente no revolucionó el mundo de la lingüística, pero que como la tuve que redactar en francés, un idioma que apenas comenzaba a dominar, me costó sudores, sangre y rechinar de dientes. En el 2011 me diagnosticaron, operaron e irradiaron un cáncer de mama. Diez días después del final de la radiofritura, encontré un trabajo de profe asociada de español en una universidad montrealesa. Como era EL trabajo soñado, y como toda profe que comienza en cualquier institución, trabajé como una pirada para montar los cursos desde cero. Pocos meses después, mi marido, un señor quebequés grande y zen, y que finalmente no ha eliminado tanto el apego como yo creía, se jubiló de su trabajo principal y nos mudamos al sexto pino, porque su sueño era vivir la jubilación donde el alce perdió la cornamenta, y yo en principio estaba de acuerdo. La mudanza, después de acumular trastos en la barraca montrealesa durante una década, fue casi tan estresante como el cáncer. Una vez en el sexto pino, perdimos a nuestro gato Alfonso y adoptamos a la Chica, una perraza escapista y listísima. Y ahí fue un empezar y no parar de catástrofes: a mi quebequés de marido le diagnosticaron un linfoma, se nos inundó el sótano de la casa mientras él estaba en plena quimio, tuvimos que excavar prácticamente un par de bocas de metro en el jardín para arreglarlo, perdí la mitad de mi curro debido a recortes en educación y se nos murió Julieta, nuestra gata geriátrica, todo ello el mismo año. El mismo año en el que el fisco nos hizo una auditoría por un error en la declaración de la renta y que se me rompieron dos fundas de molares, dos, con el mismo bocado de comida. La misma semana en que se fastidió el coche y nos costó una burrada. Poco a poco todo se ha ido arreglando: mi quebequés de marido está en forma, después de excavar otra carísima trinchera nuestros problemas de drenaje parecen resueltos, trabajo como profe sustituta para paliar la falta de curro y me alimento a base de batidos porque la masticación es una cosa que un profe sustituto, en toda su esplendorosa precariedad, no puede permitirse. Hemos puesto la casa a la venta y vamos a probar el decrecimiento, que es una manera güay de decir que ahora somos demasiado pobres para vivir en un caserón con una maldición encima. Ah, y la hormonoterapia que sigo por lo del cáncer me está acelerando la menopausia y básicamente ya no duermo, dormito entre sofoco y sofoco. Para relajarme, me he convertido al minimalismo y estoy tirando por la ventana la mayor parte de mis posesiones, lo cual me vendrá bastante bien cuando toque mudarse.  Todo parece haber entrado en orden."

El médico hace rato que me escucha con la cabeza apoyada en una mano, moviendo las cejas. Cuando paro para tomar aire, carraspea un poco y me dice:
-"Señora, no me extraña que esté usted cansada. Yo llevo solo cinco minutos escuchándola y necesito una siesta". Toma notas. -"Está notando síntomas de premenopausia, me dice. ¿Tiene usted saltos de humor? ¿Se siente depresiva?"

-"Depresiva, no, aunque si sale un perro en cualquier anuncio, lloro y berreo como una madalena. Y saltos, lo que se dice saltos de humor... mi humor oscila básicamente entre dos emociones: irritable y derrengada. Aún no le he pegado a nadie, probablemente porque estoy demasiado cansada para hacerlo. Así que si encuentra usted un suplemento que me haga recuperar fuerzas, le advierto que igual salgo en los periódicos."

El buen doctor garabatea un poco más, hace alguna pregunta sobre mi alimentación (que fluctúa entre vegetarianismo y chocolaterianismo, todo ello regado con abundante café, le digo), me toma la tensión y me despide con un papel para pedir una analítica completa, diciendo: -"La fatiga es la causa más habitual de consulta al médico de familia". Él mismo parece un poco cansado diciendo esto. 

Salgo a la calle. La primavera montrealesa asoma la nariz. Hace un sol radiante. Respiro hondo, escucho a las gaviotas que chillan jubilosas en torno a los cubos de basura de un restaurante, y arrastro mi cansancio hasta el metro, contenta a pesar de todo. 






jueves, 6 de septiembre de 2018

Bodas de porcelana

Interior, noche. La hora de la cena en la apacible y muy, muy lejana Muffin Manor. Esposa Nutricionazi enarca las cejas y mira fijamente a Monsieur M., un señor quebequés grande, zen, y que ha eliminado el apego para casi todo salvo para cuando se trata de limpiar la quincalla acumulada en su taller.

Monsieur M., empuñando la cuchara, defensivo: -«¿Qué? Me dijiste que me cuidara un poco el colesterol y me sirviera el helado en un bol. Pues eso.»



martes, 15 de mayo de 2018

Formartillear (un post sin receta)



Estoy un poco preocupada. Creo que esta, ajem, «ligera» irritación que me invade últimamente y que yo atribuyo en parte a la perimenopausia (desde que tuve la Big C me están inhibiendo los estrógenos a saco... parece que producía suficientes para abastecer a un país de la talla de Mónaco), se me empieza a notar en la cara. Inluso cuando no estoy particularmente de mal humor. Y eso que razones para la cólera no me faltan. Ni a mí, ni a cualquier ser dotado de una vagina (o no dotado y que se identifique como mujer).

La inhibición de estrógenos, aunque probablemente sea la única inhibición que practico (esa, y la de no arremeter contra alguien con un bate de béisbol en ciertas ocasiones), produce como efecto secundario el engorde (ya no tengo ni que comer donuts... solo pensar en ellos y reviento las costuras de los vaqueros pitillo), los sudores nocturnos que hacen que una no transpire como una persona normal, sino como un camión cisterna, y una mala hostia generalizada y unas ganas de acabar con el patriarcado a golpes del ya mencionado bate. Y es que, citando libremente a la maravillosa tuitera Embajadora del Odio, esto del patriarcado en España (y no solo en España), es como la barra de herramientas de Windows: una vez que está instalada por defecto, no la quita ni Cristo.

Bueno, igual lo de la mala hostia ya era un rasgo que me caracterizaba antes de que me bajara el nivel de estrógenos, y lo de las ganas de acabar con el patriarcado también. Yo ya era aprendiz de feminista antes de que estuviera de moda (yupi, ya era hora) y de que existieran compañeras admirables como Barbi Japuta, y lo digo sin presumir (no soy pionera de nada, solo vieja), porque era una feminista pésima. Lo de calificarme de aprendiz, es porque el feminismo es una metamorfosis. A veces da acelerones a velocidad de Hulk, y a veces es algo más progresivo. Una nace, el sistema establecido empieza por agujerearle los lóbulos de las orejas, y no para de agujerearle su sentido de la autonomía, su validez, su capacidad de ocupar el espacio público y su autoestima, hasta que o una se harta o se doblega. Yo opté por hartarme.

Con lo que leo últimamente en los periódicos españoles (mi principal fuente de información sobre lo que pasa en la piel de toro, me temo... aunque intento leerlos variados), los motivos para la mala hostia, perimenopáusica o no, abundan. Entre las Manadas de sanos hijos de... del católicobeneméritopatriarcado; los jueces pornófilos que inquietan (pienso en si tendrá una pareja, pobre ella) por sus extrañas nociones de lo que es el disfrute femenino; lo que la ley española considera como violación; las insistentes columnas de Javier Marías, que ha decidido ajustarles las cuentas a todas las mujeres que lo rechazaron cuando tenía mucho acné (no se pierdan la próxima semana el grandioso artículo «Si es que lo van pidiendo, con esas faldas tan cortas que llevan» en El País Ranciomachista, el periódico de los que quieren que todo siga igual), etc. etc, a veces me digo que tomarse una pausa de tanta bonita información me sentaría de miedo. Justamente, de miedo, me está sentando estar tan informada de lo que pasa en la, euh, patria.

En fin. Que me pierdo. A lo que iba. A si mi «ligera irritabilidad» de cuarentona en hormonoterapia se me nota en la cara, por lo que me ha pasado esta tarde cuando he entrado en una tienda de la cadena Staples, que aquí se llama Bureau en Gros y que recupera aparatos electrónicos. Si aún pueden ser reparados, los manda a una escuela de formación profesional para que los chavales practiquen con ellos. Si están totalmente inservibles, supuestamente se ocupan de reciclar todos los metales y contaminantes. Yo iba roja de un encantador sofoco y con un cadáver de impresora en los brazos. La cajera llama a la gerente cuando me ve, porque ella es nueva y no sabe muy bien cómo va lo del reciclaje. O porque le doy miedo, vete a saber. Mientras la gerente rellena el formulario de cesión del aparato que tengo que firmar, aprovecho para hacerle una pregunta:

Señora Perimenopáusica: - «Justamente, tengo un ordenador portátil del que también me quiero librar, pero la batería está tan muerta que no consigo encenderlo para formatear el disco duro. Y claro, no me apetece darlo lleno de información. ¿Qué me recomienda?»

La gerente me mira con una sonrisa juguetona y me dice: -«Fácil. Desatornilla la base y le suelta unas hostias al disco duro con un martillo. Y nos lo trae. Voilà.». La gerente, una señora un poco mayor que yo, como en unos cincuenta discretos y elegantes lo dice así, «soltar unas hostias». Empieza a caerme bien.

Yo, digoo, Señora Perimenopáusica, pensativa: -«Entonces, más que de formatear, estamos hablando de formartillear

Gerente, me mira con cierto afecto: -«Exactamente, madame. Yo la veo a usted capaz.»

Yo: -«Oh, por capaz, soy perfectamente capaz, créame. Va a ser un placer.» (Pienso en lo que realmente entiendo yo por placer, y por «tener una actitud distendida y de jolgorio», y me dan ganas de preguntarle si no tiene en la trastienda algo para formartillear ya mismo, a falta de no poder formartillear algunas cosas del sistema operativo de mi país natal).

Gerente (inclinándose un poco para acercarse a mí, por encima del mostrador del servicio al cliente) susurra: -«Usted déle. Que motivos no nos faltan.»

Si esto no es sororidad de manual, no sé yo qué puede serlo.


martes, 31 de octubre de 2017

Cementerio indio (cuento especial de Halloween). Sopa de calabaza y boniato al curry rojo tailandés

Una noche fría de finales de octubre en Quebec, una profesora española cuenta una historia junto al fuego. Su auditorio es su vieja amiga Violeta, que ha venido a visitarla un par de semanas. Es uno de esos anocheceres encapotados y glaucos de finales de octubre en la región de los Laurentides, cuando los árboles que rodean Muffin Manor han perdido su esplendor rubí y amarillo, y solo queda el cobre de las hojas secas y el verde negruzco de las coníferas. Fuera, las ramas casi desnudas se mueven con el viento. Dentro, la chimenea arde y las dos amigas rodean con las manos sendas tazas de chocolate, las mejillas aún frías del paseo con Kraken, el perro de la casa, que duerme satisfecho en su rincón del sofá. El resplandor tamizado de las lámparas contribuye al calor de la habitación.

- «Esta es la historia de la Maldición del Cementerio Indio», comienza la anfitriona. Hace una breve pausa a modo de preámbulo, para dar más efecto a su palabras. Una oportuna y violenta ráfaga de viento (el tiempo ha sido tormentoso durante los dos últimos días, y las temperaturas en descenso anuncian que la nieve está cerca) hace que las ramas de la enredadera que cubre la fachada de la casa golpeen contra el cristal de la ventana del salón. Violeta se sobresalta un poco y mira afuera, al anochecer que se oscurece a toda prisa. Contenta del clima que se ha creado, la anfitriona prosigue: - «Érase una vez (las historias hay que comenzarlas como es de ley) una pareja que vivía en Montreal, en una barraca montrealesa típica de los años 50. Ella era de origen inmigrante y se dedicaba a la enseñanza y a escribir y cocinar compulsivamente. Él era quebequés, grande, fuerte, zen y había eliminado el apego». 

- «Esa pareja me resulta extrañamente familiar», observa Violeta.

- «Tú escucha y calla», dice la narradora, con una soltura producto de muchos años de amistad. «Pues bien: la pareja en cuestión estaba bastante harta de las reformas interminables de la barraca, reformas que hacían ellos mismos, con la ayuda ocasional de un operario un poco peculiar».

- «Ese operario... ¿no sería un tipo bretón que se llamaba Jules, no? Porque me suena bastante». Insiste Violeta.

- «El nombre da igual. Calla y tómate el chocolate antes de que se enfríe. Le he echado marshmallows». Violeta, obediente, se aplica a sorber los marshmallows en miniatura que flotan y se funden encima de la espumosa taza de chocolate. - «Como decía, la pareja estaba harta de las reformas de la barraca y de vivir en la ciudad. Especialmente él, que era lo menos urbanita del mundo. Así que cuando ella terminó sus estudios y encontró un trabajo, decidieron vender la barraca montrealesa e irse al campo. Bueno, al campo no. Sería más exacto decir al bosque. Muy lejos de la ciudad y de toda civilización. Al sexto pino». 

Violeta abre la boca con la intención de decir algo, pero un «chuuttt» autoritario le hace pensárselo mejor. Mira su taza de chocolate y da un buen trago, pintándose un bigote de espuma. Mientras se relame, su buena amiga continúa: - «''Compremos nuevo'', decía la pareja antes de encontrar la cabaña en el bosque de sus sueños. ''Y no tendremos que hacer obras'', añadían. Así que se mudaron, ellos y sus dos gatos, una gata geriátrica y un gato... corpulento

- «Lo dicho... muy familiar, todo», dice Violeta. Su amiga coge una galleta del plato y se la inserta en la boca. Violeta no parece muy desdichada con la situación. 

- «El primer año, todo fue bien. La pareja se instaló, pintaron y decoraron Muffin Manor a su gusto, es decir, al gusto de ella, y vivieron felices y cubiertos de pelos de gato. Al segundo año de vivir allí, empezaron a pasar cosas».

- «¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas? ¿Qué tipo de cosas?»

- «Sucesiones de eventos desafortunados. Al principio fueron cosas pequeñas, y la pareja no las asoció unas con otras. Zonas del terreno en las que la vegetación moría de manera inexplicable, zonas circulares, perfectamente delimitadas. Como una quemadura. Animales muertos que aparecían en el jardín: perdices, liebres, hasta esqueletos de ciervo. Ellos lo atribuían a los depredadores habituales de la región: zorros, coyotes. Lo raro era que normalmente esos depredadores devoran a sus presas, no suelen abandonar los cadáveres enteros». 

- «Quizá los habitantes de la casa sorprendieron a los animales antes de que pudieran comerse a las presas», apunta Violeta, ahora más atenta a la narradora de la historia que a su taza de chocolate. 

- «Eso pensaron ellos. Pero los eventos se multiplicaron. La lavadora desbordaba sin que ni él, bastante manitas en cosas de fontanería, ni más tarde el fontanero (al que llamaron tras varias inundaciones del lavadero) pudieran explicarlo. Las luces explotaban al encenderlas, literalmente. El electricista tampoco pudo aportar una explicación, en una casa de nueva construcción y con una instalación eléctrica tan reciente. Invasiones de insectos en cantidades fuera de lo normal para la región y la época del año: avisperos numerosos, algunos de ellos subterráneos (los más peligrosos si alguien desafortunado mete el pie dentro), invasiones de orugas que cubrían literalmente la fachada de la casa, mientras los vecinos más cercanos no tenían ese problema. Nidos de culebras silvestres, que se retorcían en un amasijo en el porche delantero y disuadieron a la propietaria de sentarse plácidamente en el escalón de la entrada con su café matinal.»

- «Ugh, ugh, ugh», dice Violeta, arrugando la nariz. 

- «La pareja decidió eliminar la piscina del jardín tras pagar cantidades de dinero astronómicas para reparar numerosos problemas. Lo decidieron la mañana en la que encontraron al gato de los vecinos ahogado, flotando en el centro. Ella no entendió al principio qué era aquella mancha blanca y negra: fue cuando se acercó a la piscina que se dio cuenta. El pobre animal había intentando -en vano- salir de la piscina, y había hecho profundos arañazos en la pared de plástico. Las semanas siguientes, él tuvo que deshacerse de los cadáveres de una liebre, un mapache y dos ardillas. ''Si sigo así, voy a dedicarme a sepulturero'', bromeó con ella. ''Pues nuestros gatos no han sido, son demasiado perezosos hasta para cazar ratoncillos'', dijo ella, ''aún menos para matar a un mapache que es casi del doble de su tamaño''. 

Las noches en las que él estaba en Montreal dando sus cursos, ella solía oír ruidos de patas y zarpas correteando y arañando el tejadillo del primer piso. Las primeras veces se asustó mucho, con la oscuridad era imposible ver qué animal hacía ese ruido, a pesar de que salió numerosas veces a mirar,con una linterna y todo el coraje del que disponía, ella, que había vivido toda su vida en la ciudad.»

Violeta escucha, los ojos muy abiertos. Alarga una mano sin mirar, y, como para reconfortarse, acaricia la masa sólida y oscura del Kraken, que ahora ronca a pata suelta en el sofá. Los ronquidos restan un poco de dramatismo a la historia, en este crepúsculo ventoso y un poco lúgubre.   

«Los sonidos de animales continuaron, sin que ninguno de los dos encontrara ni rastro de lo que los producía. ''Mapaches'', concluyó él. ''O ardillas''. No te preocupes, por aquí no se suele ver a muchos osos pardos y de todas maneras, meterían más ruido''. ''Siempre tan tranquilizador'', gruñó ella. ''Podrías haberme advertido antes de mudarnos del mal rollo que puede dar el campo a veces''. ''A mí solo me da mal rollo lkea un sábado, mon p'tit loup'', replicó él, besándole el pelo. Y las cosas parecieron calmarse durante un breve periodo de tiempo. Adoptaron a un perro en la protectora de animales, y toda la familia parecía entenderse bien. »

- «De verdad que esa pareja me suena mucho. Ya, ya me callo. Sigue contando, yo voy a ir calentándonos una sopita para cenar.» Violeta la anima a seguir, mientras sirve en sendos tazones una crema de calabaza de un naranja profundo. 

- «Fue a partir de ese momento cuando las cosas se pusieron feas. Encontraban calaveras de ciervos tan a menudo que él bromeaba con empezar a fabricar lámparas con ellas y venderlas. A uno de los gatos, que empezaba a aclimatarse al cambio de paisaje lo suficiente como para aventurarse a salir al jardín, le ocurrió algo extraño después de uno de sus primeros paseos por el terreno. Una mañana fría de septiembre llegó a una de esas ''calvas'' inexplicables que se producían en el césped a pesar de los cuidados que le prodigaba la pareja, y se cayó cuan largo era. Ella lo vio desde la ventana, corrió a recogerlo, y lo llevó al veterinario. Lo llevaba en el regazo mientras conducía, el pobre animal inmóvil, pero aún respirando suavemente. El veterinario tuvo que administrarle la eutanasia el mismo día. Un cáncer fulgurante. Lo enterraron en un islote junto al estanque,  él llorando todo el tiempo mientras cavaba el agujero, y ella plantó bulbos de crocus blancos, que son las primeras flores que aparecen en el deshielo. Es por eso que aquí en Quebec los llaman los ''perfora nieves''. Durante semanas y semanas ella fue incapaz de mirar hacia el pequeño túmulo de piedras con el que él marcó la pequeña tumba, sin ponerse a llorar. A partir de ese día, todo empezó a acelerarse.

Él empezó a notar dolores en el mentón y en el tórax, dolores fuertes que le impedían dormir. Se le hincharon los ganglios de manera anormal, y le diagnosticaron un linfoma incurable. La quimioterapia podía ralentizar mucho el progreso del cáncer, así que tuvo que pasar por numerosos ciclos muy duros. Ella pasó el verano limpiando y vaciando el trastero de objetos inútiles, como si despojarse de lo que no fuera estrictamente necesario fuera a ayudar a que la vida no abandonara a su hombre. Lo cierto es que se sentía impotente y necesitaba ocuparse en algo.  Cuando él acababa de terminar el tratamiento y daba muestras de responder muy bien, ella estaba moviendo cajas en el sótano y descubrió unas horribles manchas negras en el suelo y las paredes, en un rincón del trastero. Temerosa de que ese moho se extendiera y perjudicara al ahora casi inexistente sistema inmunitario de él, llamó a un reparador. Dos semanas más tarde descubrían que la casa tenía graves problemas de drenaje, y que esa humedad y ese frío que nunca conseguían eliminar del todo, se debían a que estaban viviendo con veinte centímetros de agua acumulada bajo el parqué del sótano. Así que aseguradoras, reparadores, fontaneros, y una buena parte de sus economías pasaron desfilando durante el tiempo que tardaron en achicar el agua de ese lago interior. El otoño llegó de nuevo y pasó. La nieve cubrió todo el jardín y él, repuesto de su cáncer, reconstruyó el suelo y las paredes del sótano. El deshielo, que siempre parece que no va a llegar jamás, terminó por fundir toda la nieve, y los crocus de la tumba del gato brotaron... de un color violeta muy oscuro. ''Un error en el etiquetado'', pensó ella. Salvo que la primavera anterior habían brotado blancos. No le dio muchas vueltas, estaba ocupada en otras cosas. 

Y fue entonces que encontraron el primer indicio. Ella al principio no lo asoció con nada de lo que estaba ocurriendo. Su naturaleza profundamente cartesiana se lo impedía. Fue una broma de una amiga, tras un accidente que terminó con uno de los coches de la pareja (pero del que ella salió ilesa), que comentó ''Pobrecita mía, tanta mala suerte seguida es casi imposible, a ver si esa casa vuestra está construida encima de un cementerio amerindio y habéis pescado una maldición...''. Ella rió de buena gana y no le dedicó ni un minuto de sus pensamientos al tema. Hasta que la excavadora que tenía que rehacer el canal de drenaje en torno a la casa desenterró el primer montón de huesos.»

Violeta, con las manos ocupadas por dos tazones de sopa y un par de servilletas colgadas del antebrazo, detiene el movimiento de alargar el cuenco a su amiga y se queda mirándola, un poco boquiabierta. 

La narradora la mira, y hace un movimiento de cabeza, como asintiendo. Toma el tazón de manos de su amiga y sigue contando. «La pareja llamó a la Sûreté du Québec, la policía provincial. Los restos parecían viejos y debatieron brevemente llamar al servicio de arqueología de los parques nacionales, pero ninguno de los dos podía afirmar que no eran recientes. Así que la policía mandó a gente del servicio de identificación forense, que vinieron, inspeccionaron la excavación, recogieron muestras de tierra y se llevaron los huesos tras envolverlos con extremo cuidado. Los restos eran claramente humanos, puesto que entre ellos había un cráneo. Prometieron dar noticias. Pasaron algunas semanas. Los ruidos nocturnos en el tejado empeoraron, siempre cuando él no estaba en casa. Una noche sonó un golpe tan fuerte en el tejado, que ella le llamó por teléfono y le pidió que viniera a casa. No vieron lo que era, pero hablaron con el servicio de la Fauna por teléfono. Les dijeron que era posible que un oso pardo se hubiera aventurado cerca de la casa, en primavera suelen estar hambrientos. 

A pesar de todos los infortunios, la pareja era bastante feliz. La salud de ambos iba bien, y se sentían capaces de enfrentarse a todo con apoyo mutuo. Su gata geriátrica murió también, esta vez de manera menos inesperada. Él la enterró junto a su primer gato y comentó algo sobre abrir un cementerio de mascotas. Siguieron con su rutina: las clases, los paseos por el bosque con el perro. Ella solía encontrarse con uno de sus vecinos durante esos paseos, el propietario de un bosque colindante, que solía ir a cortar madera para su estufa de leña. Esos encuentros, un poco incómodos al principio, empezaban a ser algo deseable, porque en algunos de los paseos ella había notado cosas extrañas. Como un claro bastante parecido a esas zonas agostadas del jardín, un claro casi perfectamente redondo, con la hierba amarilla de un aspecto quemado. En ese claro reinaba un silencio extraño, cuando ella llegaba con el perro y se paraba a escuchar, los pájaros y los insectos parecían haber desaparecido.  

A veces, el vecino y ella conversaban un poco. En una de esas conversaciones, el vecino, un tipo enjuto, serio y más bien circunspecto, le contó, notando su acento extranjero, que esa región en la que vivían solía ser territorio amerindio, concretamente atikamekw. Tras mascullar un comentario vagamente racista, observó que ahora los atikamekw vivían en las reservas y vendían ''porquerías a los turistas''. Y desapareció. Y cuando digo desapareció,lo digo literalmente: esa fue la última vez que ella lo vió. Días más tarde tuvo un accidente con su vehículo todoterreno y murió en el acto. Las tierras se vendieron y el nuevo propietario no era muy fan de los perros, así que ella cambió la ruta de sus paseos. 

El servicio de identificación forense llamó y confirmó que los restos encontrados eran humanos, que tenían unos doscientos años, y que por restos de cuero y de ropa recogidos junto a la osamenta, probablemente pertenecían a un hombre de las Primeras Naciones, como llaman aquí a las tribus amerindias autóctonas de Quebec. Les dijeron que les mandarían unos documentos para firmar, dándoles permiso para conservarlos y exponerlos en un museo. Tras esa llamada, ella empezó a investigar un poco en Internet sobre los pueblos amerindios originarios de esa región, pero al cabo de un tiempo, olvidó el tema.

Un nuevo problema en la casa (esta vez de desagüe), hizo que que la pareja tuviera que excavar de nuevo en el jardín. Esta vez la pala mecánica tropezó con un esqueleto completo, casi intacto. Cuando los llamaron para ir a echar un vistazo, vieron que estaba acostado de lado, en posición fetal. Y que a sus pies había un par de objetos, uno de ellos parecía un cuchillo. De nuevo llamada a la Sûreté, y esta vez tras oír las palabras ''fosa común'', ella se puso a investigar de nuevo, esta vez con bastante más ahínco, sobre ritos funerarios amerindios

-«¿Y?», la apremia Violeta. 

- «Muchos pueblos amerindios de Canadá, como los hurones, los iroqueses o los innus, entierran a sus muertos en fosas comunes. En posición fetal, como símbolo del renacer después de morir. Con objetos que pueden necesitar en el Más Allá. También celebran una Fiesta de los Muertos». Breve silencio y mirada a la calabaza decorada en la repisa de la ventana, lista para Halloweeen. «Se cree que--» un ruido enorme en el tejado, con una vibración que repercute en toda la casa, la interrumpe. Las dos amigas miran al techo, y tragan saliva ruidosamente. Kraken se levanta de un salto y corre hacia la puerta. Se planta delante y empieza a gruñir de manera, sorda, baja. 

La narradora se fuerza a mirar a la chimenea, como si no escuchara el ruido de un correteo de patas y de arañazos que proviene del tejadillo exterior que cubre el porche. Ninguna de las dos hace la más mínima mención de salir. Ella llama al perro, que no le hace caso, y mira a través de la puerta acristalada con la cabeza gacha, las orejas pegadas al cráneo y la cola entre las patas. 

-«...se cree que hacer ofrendas como platos de comida, armas de caza y ropas, puede aplacar a los espíritus de las personas enterradas. Como pagar un precio por la paz eterna». Termina, mirando la cara asustada de su amiga mientras el perro sigue gruñendo cada vez más alto frente a la puerta principal. El gruñido, viniendo de un animal normalmente dulce y sumiso, hace que los pelos de los brazos de Violeta se ericen. 

- «Y-y qqué-qu-qué vas a hacer?», pregunta Violeta, olvidando usar la tercera persona. 

- «Mañana es Halloween. He preparado pan, he apartado algunas prendas de ropa, he comprado un cuchillo de caza. Tú y yo vamos a cavar, bonita».

***************


























SOPA DE CALABAZA Y BONIATO AL CURRY ROJO TAILANDÉS

INGREDIENTES (para unas 4 a 6 raciones)
  • 1 cucharada sopera de aceite de oliva
  • 1 cebolla mediana, picada en daditos
  • 2 dientes de ajos, en rebanadas
  • 1 cucharada sopera de jengibre fresco rallado (o 2 de té de jengibre en polvo)
  • 1 cucharada sopera de pasta de curry rojo tailandés 
  • 1 cucharadita de té de cúrcuma rallada (yo encuentro fresca, pero en polvo también vale)
  • 1 boniato, pelado y cortado en cubos
  • 2 zanahorias grandes, peladas y cortadas en rodajas
  • 1 taza de calabaza, en dados (yo he usado butternut)
  • 4 tazas de caldo de verduras (o de pollo, si no sois vegetarianos)
  • 3/4 de taza de lentejas rojas
  • 1 cucharada sopera de salsa de pescado asiática (ídem que por el caldo de pollo, salsa de soja si queréis que la receta sea vege)
  • 1 cucharada sopera de jugo de lima
Después de la cocción:
  • 1 lata de leche de coco
  • 1/4 de cucharada de té de sal (o al gusto)
  • 1 cucharada de té de salsa de pescado
  • 1 cucharada de té de jugo de lima
ELABORACIÓN

Calentar el aceite en una cazuela. Sofreír la cebolla a fuego medio-alto hasta que se ponga translúcida. Añadir el ajo y el jengibre, sofreír durante un minutillo más. Agregar la pasta de curry y la cúrcuma y revolver para que coloree bien la cebolla, hasta que huela. Más o menos un minuto. 

Añadir la calabaza, la zanahoria y el boniato en cubos, sofreírlos un poco, echar las lentejas, la salsa de pescado y el jugo de lima. Verter el caldo y cuando rompa a hervir, bajar el fuego y dejar hacer hasta que las zanahorias y la calabaza estén hechas. Unos 40 minutos. 

Batir todo hasta obtener una crema untuosa. Echar la leche de coco, la salsa y el jugo de lima. Batir un poco más y corregir de sal. Servir con pepitas de calabaza y un hilo de leche de coco, acompañada de una buena historia de miedo. 
   

lunes, 2 de octubre de 2017

Santa Madre's App

Hace mucho que no os cuento nada de mi Santa Madre. ¿Recordáis? Mi Santa Madre es esa intrépida heroína de la tercera edad, que está intentando recuperar el tiempo perdido durante el franquismo antes de que vuelva de nuevo a gobernar Españññia. Y se ha ido a Benidorm con una amiga.

Pues bien, creo que hoy es precisamente el momento de hablaros de ella de nuevo, os va a sentar bien después de la bonita jornada democrática de ayer, siempre es tranquilizador hablar de gente mayor que no sangra debido a un porrazo de la poli nacional. 

Mi Santa Madre no solamente no sangra, sino que, gracias a Estoico Hermano, el informático más dicharachero y reservado de Barrio Sésamo, ahora tiene teléfono inteligente. Android. Y ha descubierto Whatsapp. 

Si bien la generosidad y grandeza del alma de mi hermano es laudable, su iniciativa de enseñarle a mi Santa Madre a mandar mensajes (y fotos, muchas, y vídeos, muchos) por Whatsapp quizá lo sea un poco menos. Porque si mi Santa Madre ya es bastante estilo libre en esto de la comunicación (vamos, que si le da un ictus, por escrito sería difícil darse cuenta), ahora que ha caído en las garras del autocorrector, está alcanzando grados de surrealismo nunca vistos. Eso, o le da a las drogas (la gente mayor ahora toma muchas pirulas, hay que desconfiar). O le está dando un principio de demencia muy divertido. Para muestra, una captura de pantalla vale mil palabras: 






viernes, 22 de septiembre de 2017

Intolerancia (el retorno): Aussie Bites (bocaditos de vuelta al cole)

Hace ya muchos años que me quedé con el título este de «aspirante a escritora». Tener aspiraciones no tiene nada de malo en sí, el problema es cuando una se queda... aspirando. Más que escribiendo. Cuando cada vez que piensas en lo que harías si tuvieras tiempo (y no dinero, porque si tuviera dinero, me largaría de viaje y comería en restaurantes ridículamente caros, y que os den a todos), y lo que piensas es «escribir», y no lo haces, empieza a ser difícil encontrar excusas para seguir llevando dignamente el título de aspirante. Bueno, en mi caso excusas no faltan, en los últimos años ha habido un cierto número de catástrofes que se han abatido sobre mí. He estado ocupada en cosas de la más alta importancia. Pero aún así, he sacado tiempo para compartir un sinfín de memes idiotas en Facebook, para verme todas las temporadas de «Juego de Tronos» y para teñirme yo misma mechas de -varios- colores absurdos en el pelo. 

Así que he estado meditando largamente con qué texto trascendente volver a ensillar el caballo de la escritura y partir al galope. O al trote, consultando abundantemente la RAE y varios diccionarios de sinónimos, que la escritura es una cosa que se oxida rápido cuando no se practica. Algo lúcido, brillante, revelador. Al final he decidido que si espero a que se me ocurra algo lúcido y brillante, iba a ser como lo de la tesina que iba a revolucionar el mundo de la lingüística (bueno, esa, la terminé) y voy a tirarme otro año sin publicar nada, así que he optado por escribir sobre macarrones sin gluten, que total, va a a cambiar tanto el mundo como ese texto brillante y trascendente que probablemente nunca llegará.

Yo soy de probarlo todo al menos una vez. Bueno, casi todo. Ciertas prácticas eróticas que impliquen una cabra viva y un guante de béisbol, por ejemplo, no necesito probarlas para saber que no me gustan. Con la invasión de la moda "el gluten es el origen de todo mal" que ha arrasado Norteamérica, han llegado al mercado un montón de productos que me intrigan. Mi única experiencia previa con la pasta sin gluten antes de que demonizar a esta pobre proteína estuviera de moda, fueron unos macarrones a base de arroz que fueron lo más triste que he comido nunca. Y el pan sin gluten... masticar cartón sería una experiencia organoléptica más satisfactoria. Pero voy paseando por el súper y veo algo nuevo. Pasta a base de guisantes. 

Hasta ahora, he probado pasta a base de harina de garbanzos, de lentejas y de alubias. Todas ellas malísimas. Que no se diga que no lo intento. Pero veo el contenido proteínico de estos rotini, y como he vuelto en serio al ejercicio por primera vez después del cáncer, y tengo como objetivo levantar a Monsieur M. en press de banca, los compro. Y los cocino, respetando escrupulosamente el tiempo de cocción (al dente). Y los pruebo y concluyo que son como el resto de la pasta sin gluten que he probado: una puta mierda chiclosa e insípida. Y que si uno no es celíaco, no hay ningún motivo para infligirse ese castigo (lean mi próximo post: "No, no eres intolerante al gluten, idiota, solo quieres llamar la atención"). Así que el resto se lo va a comer la Chica, que la legumbre es buena para ella y las propiedades organolépticas de la comida se la sudan totalmente, a juzgar por la velocidad a la que la traga.

Esto me lleva a lo de la intolerancia (tranquilos, ya llego). No sé si ya ha llegado a España este furor anti gluten, esta caza de brujas al pobre trigo. O a los lácteos. Aquí es una epidemia. La gente va por ahí proclamándose «intolerante» al gluten, y contando a cualquiera que quiera oírlo (y a cualquiera que no) cómo eliminar esta malvada proteína de la dieta ha hecho que su sistema digestivo funcione mejor (manera sutil de decir que expelen menos flatulencias), su piel brille más, tengan menos migrañas y su pene haya alargado dos centímetros. Sí, sí, porque ya hasta los productos «enlarge your penis» se anuncian como «gluten free» en Canadá.  Ayer, sin ir más lejos, en Costco una de esas amables señoras que te dan a probar muestras de productos me ofreció un pedazo de loncha de tocino precocinada afirmando que era sin gluten. Lo único que me hizo contenerme para no arrebatarle la loncha y darle con ella de bofetadas en la cara fue que la pobre era una mandada y probablemente repetía las sandeces que le habían obligado a decir para promocionar el producto.   

En mi modesta y poco fundada opinión, esta intolerancia es un claro síntoma de los males que nos aquejan en estos tiempos. Si os fijáis, en cuestiones de comida (que son las más importantes de todas las cuestiones), hemos llegado a un punto en el que la gente se define más por lo que NO come que por lo que come.«Yo soy vegetariano, no como carne ni pescado». Vale. Puedo entenderlo. Por una gran cantidad de razones medioambientales, y éticas, entre otras. «Yo soy vegano. No consumo ningún producto de origen animal, ni miel, porque es un producto de la explotación apícola». Vaaale. «Yo como paleo, limito al máximo los cereales y todos los glúcidos, y solo como la carne ecológica que he cazado yo mismo golpeándola con una quijada de tigre. Ajem. «Yo soy crudivegano (porque calentar las verduras altera su aura), locavoro (solo como productos de la agricultura local), intolerante al gluten y solo compro cosas de agricultura orgánica». Aarrgh. La lista de lo que puedes comer empieza a ser angustiosamente corta, e inversamente proporcional a la lista de la gente a la que puedes irritar cuando te invita a cenar a su casa. 

La cosa ha llegado a un punto que una buena amiga que da cursos de cocina de vez en cuando, me comenta que empieza a ser imposible, con toda la gente que se matricula con restricciones alimentarias a cual más variopinta. En plan... «quiero aprender a hacer una paella sin sal, sin alimentos de origen animal -es posible-, sin cebolla, sin ajo, sin tomates, sin arroz...». Un día supe que la decadencia de Occidente está llegando a su apogeo cuando en la sección de cocina de mi librería favorita de Montreal, vi un libro de cocina paleo... para perros. No me lo invento. Si pongo más los ojos en blanco me dan dos vueltas completas dentro de las órbitas. Sabes que el mundo se va a la mierda cuando la gente decide aplicar a su perro la misma dieta absurda que siguen ellos, y cuando Trump gana las elecciones. Lo cual me lleva al tema central de este post (sí, tiene un tema central, aunque no lo parezca, concentraos, coño): la intolerancia. Y el retorno. No el mío, el mío da igual. El retorno de la intolerancia, si es que alguna vez se fue de verdad. 

Si lo que comemos (o lo que no) es sintomático de los tiempos que vivimos, entonces estamos claramente jodidos. Porque en Canadá comemos (bueno, yo muy poca) carne clorada, en todo Occidente hacemos necedades con aguacates (que me encantan) solo porque están de moda aunque no sean un cultivo sostenible a gran escala, nos ponemos malos con dietas absurdas (yo es ver un hashtag #cleaneating o #detox y poner pies en polvorosa), y mientras, en otra dimensión, 795 millones de personas no pierden el tiempo en esas chorradas, porque, bueno, solo poder comer, lo que sea, ya molaría. Nosotros aquí, compitiendo por ver quién come menos cosas, y una buena parte de la humanidad muriéndose (literalmente) por comer algo. Eso sí que es inmoral, y no los vestidos de la Pedroche (esos son solo ilógicos) y creedme, no soy muy dada a usar esa palabra.

El hecho de que cada vez más gente que sigue estas modas se declare «intolerante» al alimento maligno en cuestión (el trigo, los cereales en general, los carbohidratos, los lácteos, qué sé yo) para legitimar su restricción autoimpuesta, es un riesgo añadido para la gente que tiene que vivir con alergias e intolerancias alimentarias no imaginarias, ya que produce un efecto de cansancio que hace que por ejemplo, en los restaurantes, se tome menos en serio a una persona que necesita una información precisa sobre lo que contiene su comida. Porque puede terminar en el hospital. 

No me sorprende, en esta época en la que pasearte por la sección de comentarios de cualquier artículo de periódico hace que pienses que solo un Armagedón de fuego y meteoritos explosivos podrá enderezar esto. En esta época de intolerancia generalizada, en la que los racistas, fascistas, xenófobos, misóginos, homófobos y fundamentalistas religiosos se están desacomplejando y salen a la luz correteando afanados por todas partes como las cucarachas a las que sorprendes en la cocina al darle al interruptor. Intolerancia a los musulmanes (y a los inmigrantes en general), a las feministas (y a cualquier mujer que decida afirmarse), a la gente que piensa que un niño no siempre tiene pene y una niña no siempre tiene vagina, a los que creen que nuestros representantes políticos deberían servirnos a nosotros y al bien común y no servirse ellos y apilar privadamente bienes comunes. Y mira que detesto la palabra «intolerancia», porque, ¿cuál es la alternativa? ¿La tolerancia? La tolerancia no es suficiente. Yo tolero, arrugando mucho la nariz, cosas que me cuesta soportar pero que tienen derecho a existir: el olor de la Chica cuando ha tenido un encontronazo con una mofeta, los nacionalismos (aunque ahora mismo a los catalanes los entiendo bastante), la comida que cocina mi cuñada quebequesa. Pero tolerar no es suficiente. Lo difícil es dar un paso más, e intentar la aceptación. Ese músculo también se desarrolla, basta con exponerse a la diferencia a menudo.  Ya veréis, no duele. Salvo si es uno de los pasteles de carne de mi cuñada. Entonces sí. Pero para eso están los antiácidos. Si tan solo existieran las pastillas antifacha...


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Si habéis llegado leyendo hasta aquí, merecéis una receta. No insistiré mucho en lo que no tiene (no lleva harina de trigo, ni huevos, qué coincidencia ;-), sino en lo que sí contiene, un montón de cosas ricas. Es una receta para la vuelta al cole, para remplazar esas barritas de cereales llenas de azúcar que les dan a los críos por algo más consistente e infinitamente más rico. La receta no es un invento mío, es una versión casera y menos malvada de un producto que se vende en Costco y que me encanta: los Aussie Bites (bocaditos australianos, vaya). Como imitación, me han quedado de superar el original. Vamos, que están de probar uno y dejar de creer en dios (atención, estos bocaditos no son aptos para los intolerantes al ateísmo). Porque quién quiere ser modesto cuando en el fondo sigue siendo un poco de Bilbao. 
























BOCADITOS DE VUELTA AL COLE (AUSSIE BITES)

INGREDIENTES

  • 1 taza de avena instantánea para gachas
  • 3/4 de taza de harina de avena integral (o utilizar la avena ya mencionada molida)
  • 1/4 de taza de semillas de chia molidas (al primero que hable de súper alimentos en los comentarios, lo acogoto con una barra de pan sin gluten) mezcladas con 2 cucharadas soperas de agua (sirve de sustituto al huevo)
  • 1/4 de taza de azúcar
  • 1/4 de taza de albaricoques secos
  • 1/4 de taza de pasas (de Corinto mejor)
  • 1/4 de taza de semillas de girasol (sin tostar y sin sal, preferible)
  • 1/4 de taza de coco rallado
  • 1/4 de taza de quinoa (cocida previamente, y lo mismo que con la chia, si créeis que de verdad existen los súper alimentos, los Reyes Magos y los políticos honrados, no vengáis a dar la tabarra con ello)
  • 2 cucharadas soperas de semillas de chia enteras
  • 1/4 de taza de miel
  • 1/4 de cucharada de té de bicarbonato 
  • 1/4 de cucharada de té de sal
  • 1/4 de taza de mantequilla fundida (remplazar por más aceite si queréis una receta vegana, pero recordad que no estáis obligados a decírselo a todo el mundo)
  • 1/4 de taza de aceite de colza o de girasol
  • 1/2 cucharada de té de extracto natural de vainilla


ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 185º. Aceitar (yo uso aceite de coco, le da un toque de sabor particular) dos bandejas de moldes de mini muffins (da para unos 24 bocaditos mini, una docena en tamaño madalena grande). 

Triturar en pedacitos en el robot de cocina los albaricoques secos. Reservar. Moler en el robot 1 taza de la avena para gachas. Pulsar hasta que la avena esté bastante pulverizada, con consistencia de harina gruesa.

Añadir los 3/4 de harina de avena o el resto de la avena para gachas, el azúcar, los albaricoques triturados, las pasas, las semillas de girasol, el coco rallado, las semillas de chia, la sal y el bicarbonato. Darle unos viajes hasta que las pasas estén picadas en pedacitos. 

Incorporar el aceite de colza, la mantequilla fundida, la miel (más fácil de verter si el medidor está pringado del aceite medido previamente), la quinoa cocida y el extracto de vainilla. Darle al robot un poco más hasta que todo esté mezclado, pero no demasiado. La idea no es hacer un puré liso. 

Llenar los moldes hasta la mitad, presionando la masa con dedos untados de aceite. Estos bocaditos no son de textura esponjosa, no esperéis que «suban» como un bizcocho. La consistencia es realmente de barra de cereales, compacta pero jugosa. 

Hornear a 180º unos 12 o 13 minutos, hasta que los bordes estén dorados. sacar del horno y dejar enfriar en los moldes. Esperar a que hayan enfriado del todo antes de desmoldar. Se conservan en un recipiente herético :-) fuera del frigo, unos diez días dependiendo del calor que haga. Los hacéis con vuestros hijos como excusa, que lo sé. No os los comáis todos. Pillines.